Una fuerza viva.

amorTestigo mudo y vivo de la historia de los hombres, hacedor y benefactor de todo tipo de causas, nobles e innobles, el árbol siempre ha estado presente en la mente de los que verdaderamente tienen mente y en el corazón de los que de verdad nos sentimos vivos...

Me siento vivo cuando apoyo las palmas de mis manos sobre la corteza centenaria de un roble, cuando aspiro su intenso aroma añejo cargado de sensaciones pasadas, de quietud y de tempestad, de suspiros y de lágrimas. Cuántas veces habré creído escuchar ante la proximidad de un magnífico árbol los rumores de conversaciones antiguas a su sombra o los ecos de batallas lejanas, batallas de amor o de guerra, aunque ambos términos hay ocasiones en que se confunden y hasta se funden para formar una savia dulce y amarga a un tiempo, savia de vida y de muerte. El amor, esa fuerza que nos arrastra hacia seductores terrenos que no son tan estables como pudiéramos desear, esa energía que nos impulsa, que nos eleva, que nos lanza contra las rocas o contra suaves nubes azules o rojas. Basta un único destello perdido de la mirada amada para flotar sobre campos multicolores de aterciopeladas y olorosas flores, y sobra un suspiro no controlado a tiempo para desatar tormentas de celos y dudas. Tiempos apremiantes e intensos los de estar enamorado, momentos de felicidad eterna en segundos, instantes de clímax que merecen la pena sin sufrirla, sufrimientos insoportables que no cesan hasta que desaparece la incertidumbre del tiempo que no transcurre. Melodía de acordes de notas contrapuntísticas que reconforta el alma más atormentada y el espíritu sumido en negros abismos sin fin, ave verum que entristece y que hace resbalar por las mejillas lágrimas de remoto júbilo, sonidos perdidos y reencontrados en los huecos pequeños de los corazones que componen sinfonías o sonatas que hacen vibrar los frágiles hilos que mueven los sentimientos.

Siempre me ha parecido que un árbol, el árbol, es un símbolo único de la fuerza, de la belleza y de la grandeza de este concepto tan vapuleado, y vapuleador, que es el amor, árbol que para crecer requiere una tierra fértil donde echar raíces, agua purificadora y transparente para nutrirse, luz cálida y diáfana para que puedan brotar miles de hojas y flores, pero que también necesita que el viento arrulle sus ramas, a veces con fuerza, para liberarse de las hojas resecas, que las aves llenen su frondosa copa de cantos para matizar de alegría su sobrio porte, que las hormigas trepen por su tronco, y lo perforen, en busca de variados néctares para dejar escapar los malos humores, que las aparentemente repugnantes lombrices acaricien sus raíces para así oxigenarlas. Un árbol es vida. Así es el amor, una fuerza viva que fluye y se deja fluir por el aire ligero de las palabras que son dichas en medio del éxtasis y que fluctúa entre el todo y la nada difuminando los límites de lo absoluto y de lo relativo, fuerza grande de los deseos que provoca vértigo en su punto álgido y calma enorme tras el descenso satisfecho de los sentidos, lenguaje misterioso de las miradas que todo lo dice sin decir nada sólo cuando existe ese perfecto acoplamiento, como el de las hojas a las ramas, como el de las raíces a la tierra, casi tocando el cielo y al mismo tiempo hundiéndose profundamente en el suelo frío y húmedo. Hermoso árbol el amor.